PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE MURCIA 2007

José Emilio Rubio Román

IGLESIA DE SANTO DOMINGO

MURCIA, 29 DE MARZO DE 2007

    El pregón de la liturgia, de los nazarenos y de la naturaleza

¿Hay mejor pregón que el de la primavera murciana, cuando se anuncia
con su cortejo de flores y de aromas y pinta un paisaje de almendros en
flor, de naranjos cuajados de azahar y de atardeceres encendidos en
cromatismos pasionarios?

¿Hay pregón más elocuente que el de la liturgia cristiana, cuando va
desgranando desde el Miércoles de Ceniza, oración tras oración, vía
crucis tras quinario, la cuarentena cuaresmal que conduce a la Semana
Mayor?

¿Hay pregón más evidente que la afanosa actividad de nazarenos y
cofradías, salpicada de reuniones, cabildos y preparativos diversos, de
actos devocionales, besapies y traslados, que proclama la inminente
llegada de otro Viernes de Dolores?

Y ante esa manifestación patente y esplendorosa del advenimiento de los
días grandes de la Redención, ante ese pregón pronunciado por la
liturgia, por los nazarenos y por la naturaleza, quien ha recibido el
gozoso encargo de anunciar la celebración de la Semana Santa, en la
forma singular en que lo hace esta bendita tierra, sólo pretende
añadir, a la proclamación intuitiva y sutil que está ya en la calle, en
el aire, en los templos y en los corazones, la expresión de
sensaciones, sentimientos, vivencias, recuerdos, emociones y devociones
que han ido conformando, a lo largo de casi 48 años de vida, mi ser
como cristiano, nazareno y murciano.

Por eso, señor obispo, miembros del cabildo de cofradías, autoridades,
cofrades, amigos todos, he puesto el empeño y el alma en volcar el
corazón sobre estos papeles a los que doy lectura, tratando de verter
en ellos toda la pasión acumulada a lo largo de mi trayectoria como
nazareno, que es tanto como decir de toda mi vida.

No es mi pregón el relato cronológico de la salida a las calles de
nuestras queridas procesiones, hechas a golpe de fervor y de arte, de
siglos y de tradiciones, de ilusión y de coraje, sino la expresión
personal de una experiencia de Cristo sentida y vivida vistiendo la
túnica penitencial o asistiendo al paso de los cortejos pasionarios,
que en los días de las nuevas tecnologías y de las autopistas de la
información, siguen siendo una valiosa manifestación catequética del
misterio de la Redención, expresión de fe renovada durante siglos,
sacralización del espacio urbano durante los días de la Semana Mayor y
muestrario del arte y la costumbre puestos al servicio de la religión.

Santo Domingo, sede fundacional de la Cofradía de Cristo Yacente

Me siento particularmente satisfecho, a la vez que emocionado, por
proclamar este pregón en el marco de la Iglesia de Santo Domingo.
Porque en este antiguo templo dominico, regentado hoy por la Compañía
de Jesús, nació la Cofradía del Santísimo Cristo Yacente y Nuestra
Señora de la Luz en su Soledad, coorganizadora de este acto con el
Cabildo Superior de Cofradías. Porque en este templo, y en las anejas
dependencias de Fontanar, se afirmaron mis convicciones cristianas, se
afianzó y se hizo adulta la fe recibida de mi familia y de mis años
como alumno de los Maristas. Y porque en Fontanar, y en Santo Domingo,
se forjó, en gran medida, la idea de rescatar el día de Sábado Santo
del más que evidente influjo de las Fiestas de Primavera, para
otorgarle un ambiente de recogimiento y de meditación sobre Cristo
Sepultado y la Soledad de María.

Fue un impulso juvenil, una explosión procesionista, una bendita locura
animada por el entusiasmo inquebrantable, que se vio matizada y
enriquecida por una idea plenamente asumida: la necesidad de puesta al
día del movimiento cofrade.

Acaban de cumplirse 20 años de la aprobación de la cofradía, y dentro
de unos días los hará de la primera salida procesional. Y entre la
fecha fundacional y el Sábado Santo de 2007, a lo largo de dos
fructíferas décadas, ha tenido lugar la plasmación de nuestra decidida
voluntad de construir una hermandad actual, capaz de ofrecer a sus
asociados los instrumentos precisos para vivir su fe, para afirmar su
esperanza y para practicar la caridad; para cumplir, en definitiva,
revestidos del más absoluto rigor, con aquel propósito primero de pedir
silencio, a golpe de campana, mientras discurren por el corazón de la
ciudad Cristo Yacente y su Madre, que es nuestra Luz en su Soledad.

Y Murcia, que ya no concibe el Sábado Santo sin la presencia de los
nazarenos blancos de San Juan de Dios, responde con impresionante
respeto a la invitación de la cofradía, certificando, de esta forma, su
arraigo en nuestro extenso y variopinto calendario de procesiones.


De Santo Domingo partió la primera procesión del Cristo Yacente el
Sábado Santo de 1987, como lo hizo, un siglo antes, la del Santo
Entierro, cuando aún no había establecido su sede definitiva en San
Bartolomé. Y de Santo Domingo salió también un joven de 20 años,
llamado Francisco Salzillo, para hacerse cargo del negocio familiar, un
taller de escultura, a la muerte de su padre, el napolitano Vicente
Nicolás.

Salzillo: glorificación de Dios con las gubias

Quiso la providencia que el piadoso artífice murciano dejara el
claustro dominico para dar gloria a Dios con las gubias, haciendo de
cada tronco, de cada pieza de madera, por obra y gracia de su arte y de
su genio, motivo para la oración, para la contemplación, para la
devoción y para la admiración. Todavía hoy, a pesar de las muchas
vicisitudes, nos contemplan desde los altares de este templo algunas de
sus primeras obras, mínimo y sencillo exponente de un gran número de
cristos, vírgenes, santos y santas que pueblan nuestras iglesias, las
de la ciudad y otras muchas enclavadas en los pueblos y ciudades de la
antigua diócesis cartaginense. Porque no hay localidad, por pequeña que
sea, que no muestre con orgullo “su salzillo”.

Durante más de medio siglo, Francisco Salzillo, el último gran escultor
del barroco español, produjo numerosas obras para parroquias, conventos
y particulares, como lo hizo también para las cofradías de todo tipo y,
de forma singular, para dos grandes hermandades penitenciales que
enriquecieron su patrimonio, en el comedio del siglo XVIII, con el
encargo de numerosos pasos al más célebre imaginero del momento.
Fueron, en Cartagena, los californios, y en Murcia, la Cofradía de
Nuestro Padre Jesús Nazareno, que llevó a cabo un eficaz proceso de
renovación de sus “insignias” entre los años 1752 y 1778.

Atesoró la ilustre y aristocrática cofradía un patrimonio artístico y
devocional que es orgullo de Murcia y credencial de nuestra Semana
Santa más allá de nuestras fronteras regionales, a la vez que preciado
legado transmitido a través de los siglos y exhibido, para asombro de
propios y forasteros, en el Museo que lleva el nombre del escultor.

La región de Murcia celebra con gozo el tercer centenario del
nacimiento de tan célebre artista, y la Semana Santa se suma a la
conmemoración mostrando en las calles las espléndidas obras que se
guardan durante el año en las iglesias, pero que es a la luz del sol o
alumbradas por luminarias en la noche, puestas en movimiento sobre los
tronos, convertidos en verdaderos altares ambulantes, cuando adquieren
su verdadera dimensión.

Y lo hacen, de un modo especial, en la mañana espléndida del Viernes
Santo, cuando la obra de Salzillo sale al encuentro de los murcianos
para reiterar el sagrado rito penitencial que la Cofradía de Jesús
Nazareno oficia desde hace más de cuatro siglos.

La procesión que yo recuerdo, envuelta en las brumas del tiempo y de la
memoria, tiene el caminar cansino de un cortejo que se puso en marcha
al alba y que tras varias horas de tránsito por el casco viejo, después
de inundar de barroquismo calles y plazas, se aroma en los naranjos de
la plaza de las Flores antes de abordar el desfiladero interminable de
San Nicolás, calle de la Amargura murciana cuando Dios, en palabras del
recordado cura Juan Hernández, está de viernes.

La Pasión, según Salzillo, según la Murcia barroca y eterna, está en la
calle. La Pasión se ha hecho madera en la mañana luminosa de Viernes
Santo. Y la mirada de Jesús Nazareno se clava en los corazones de
quienes, en medio de un rumor de oraciones, se ponen en pie a su paso.
El día más triste del año tiene el color morado de las túnicas de
Jesús, que luego se trocará en negro riguroso al caer la tarde.

La sangre redentora del Miércoles Santo

El otro cromatismo pasionario por excelencia es el rojo, que en Murcia
se identifica con el Miércoles Santo y al que en esta tierra llamamos
“colorao”. Ese fue el color de mi primera túnica nazarena, una túnica
prestada para vestir al niño que hacía sus primeras armas
procesionistas en la tarde mágica del Carmen.

Más de cuarenta años después, la contemplación del Cristo de Bussy me
retrotrae aún a aquel día, lejano y dichoso, en el que de la mano de mi
abuelo me encaminé a la Iglesia para formar parte, ya para siempre, de
esa marea encarnada que tiñe la ciudad, que brota del templo y se
derrama generosa, como lo hace la sangre purificadora que fluye del
costado abierto del Redentor.

Jesús ha muerto, porque la lanza traspasó su pecho, henchido de amor;
pero vive, porque sus ojos permanecen abiertos y su boca parece

dispuesta al diálogo con el espectador. Cristo está crucificado, porque
sus manos aparecen horadadas por sendos hierros que las fijan al
madero; pero desclava sus pies, sangrantes y horadados, para posarlos
sobre el místico lagar de donde surge el fruto espléndido de la
Redención.

Señor de la Sangre, Señor del Miércoles Santo. Cuando el Santo Cristo
remonta la cuesta del Puente y se detiene en lo alto, junto a la Virgen
de los Peligros, parece que quisiera abarcar toda la ciudad con sus
brazos abiertos. Y cuando en la madrugada del Jueves Santo regresa a su
morada, da la impresión de que su caminar por las calles de Murcia ha
dejado un rastro de sangre redentora en cada corazón.

Salud y Esperanza, sobre los hombros murcianos

Los recuerdos de la infancia, distorsionados por el paso implacable de
los años, me remiten ahora a un Viernes de Dolores. Pero no me
encuentro a las puertas de San Nicolás, sino en un balcón, en la casa
que habitaban mis abuelos maternos, ante la Iglesia de San Juan de
Dios. Allí se casaron mis padres, hará muy pronto 50 años, allí reside
en la actualidad la Cofradía de Cristo Yacente y de allí sale cada
Martes Santo, como lo hizo antes en la antesala de la Semana Mayor, el
enorme crucificado hospitalario al que rezamos como Señor de la Salud.

Salud de quienes padecen las enfermedades que aquejan nuestro cuerpo,
débil y corruptible; pero, sobre todo, Salud de los atormentados
espiritualmente, de los lastimados por los males del alma.

Mi segunda túnica nazarena fue la de la Salud, y en mis años juveniles
acompañé a ese Cristo imponente, demacrado y roto por el dolor, en su
sereno caminar. En silencio, sintiendo su presencia a mis espaldas,
como sentí, tiempo después, su dulce carga sobre mis hombros.

Cargar con un paso de nuestra Semana Santa es la mayor aspiración de
muchos nazarenos. A diferencia de lo que sucedió en numerosas
localidades, en Murcia nunca faltaron hombros dispuestos a sacar la
Pasión del Señor a las calles, jamás hubo que recurrir al chasis con
ruedas para que las imágenes sagradas acudieran puntuales a su cita
anual, nunca quedaron los pasos en el templo por falta de estantes que
los transportaran con la solemnidad y la elegancia enseñadas de padres
a hijos, con esa forma de andar tan característica de nuestra tierra y
que tanto debemos cuidar.

Nuestros pasos, los que son portados por estantes ataviados a la usanza
huertana y barroca, avanzan con un ritmo peculiar, distinto al que se
emplea en cualquier otro lugar. Desacompasado, pero medido; sin
vaivenes, pero ofreciendo la sensación de que las imágenes flotan sobre
las cabezas de nazarenos y espectadores; con unos puestos, asignados
por el cabo de andas, donde la misión a cumplir varía sensiblemente
según se trabaje en las varas o en la tarima, en la punta de vara, en
el tronco o en el cepo. Unos frenan, otros empujan, aquellos levantan
y, entre todos, en un esfuerzo común, sin ensayos previos, pero con la
lección bien aprendida, se consuma el milagro anual de llevar la
Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo a las calles a la manera en que
Murcia sabe hacerlo y vivirlo.

Un día, hará enseguida 25 años, se me ofreció la posibilidad de
enriquecer mi experiencia nazarena convirtiéndome en estante. Lo hice
un lluvioso Domingo de Ramos, vistiendo la túnica verde de la Esperanza
y portando, en su estreno, el paso que muestra a Cristo triunfante y
soberano, entrando en la Ciudad Santa de Jerusalén. Jesús aclamado por
la multitud poco antes de que las palmas se tornen flagelos, palos y
lanzas; de que la luz se haga tiniebla; de que las voces que claman
“Hosanna” pidan, feroces, la muerte del Galileo.

Y, sin embargo, Cristo se nos presenta como nuestra Esperanza, a pesar
de que su cuerpo se nos muestra vapuleado y sangrante, a pesar del
aparente fracaso de su misión, a pesar del cruel suplicio al que le ha
conducido la predicación del amor. Cristo, Esperanza nuestra, aunque le
veamos partir desde San Pedro buscando en el cielo de Murcia el aire
que le falta en los instantes postreros de su martirio, aunque
comprobemos, con aflicción, que se va dejando la vida en cada recodo
del itinerario nazareno, aupado sobre un monte de claveles y rosas, en
un expirar prolongado a lo largo de los años y de los siglos.

El compromiso cristiano del nazareno

El nazareno es, ante todo, cristiano, y su pertenencia a una o varias
cofradías ha de ser entendida como un compromiso con la Iglesia, de la
que forma parte. En el seno de nuestras cofradías encontramos
cristianos de fe adulta, profunda, firmemente cimentada; y también
otros cuyo nexo con la religión apenas se sustenta en el hecho de
vestir la túnica penitencial y musitar una oración ante su Cristo o su
Virgen antes de ocupar su puesto en las filas o bajo las andas. Y entre
ambos extremos, una multitud
heterogénea de cristianos de muy diversa condición y muy distinto grado
de vinculación y compromiso con la hermandad y con la Iglesia.

En esa composición dispar radica la grandeza del mundo nazareno, su
complejidad y, también, la razón de su pervivencia a lo largo de los
siglos y por encima de todo tipo de avatares políticos y sociales.

A la cofradía se accede por muy diversas razones. Unos por devoción,
otros por tradición, aquellos por afición y, de algunos, cabría decir,
incluso, que por profesión. Pero en lo profundo de todos los corazones
nazarenos late, aunque sea de forma débil, apenas perceptible, la fe.
Hay algo, difícil de explicar, que une al procesionista con Dios por
los caminos sutiles del alma. Porque al final, en cada nazareno hay,
escondido a veces en lo más íntimo, un cristiano, un bautizado.

Un parroquiano de San Nicolás y San Antolín

El nazareno que os habla recibió las aguas del bautismo en la lejana
primavera de 1959 en la Iglesia Parroquial de San Nicolás. Y en el
barrio de San Nicolás discurrieron, felices, los primeros 21 años de mi
vida. En una de las capillas de la parroquial, llamaba mi atención un
bello crucificado, dulcemente sumido en la muerte, que tiempo después
se convertiría en la imagen titular de la nueva Cofradía del Amparo.

Volvió entonces a las calles murcianas el nazareno de la túnica azul,
como la que vistieran los servitas en otro tiempo. Tomó la Iglesia de
San Nicolás los aires procesionistas que sólo conocía de pasada por el
desfilar cabe sus muros de los cofrades de Jesús y del Perdón. Latió el
corazón del barrio entrañable y castizo, de mi barrio, al compás de los
tambores que anunciaron la salida de la procesión. Y ese milagro anual
que es la puesta en marcha del cortejo nazareno, se hizo patente cuando
una cruz alzada atravesó el umbral y los estantes del Gran Poder
pusieron al Nazareno en la plazuela, como primer paso de la Semana
Santa de 1986. Desde entonces, el primer nazareno de la Semana Santa
viste de azul, color mariano en rasos y terciopelos para un día
dedicado a la Virgen, que es Madre de los Dolores en la primera noche
de la Pasión.

En el año 1980, mi familia se trasladó desde el barrio de San Nicolás
al de San Antolín, donde aún reside mi madre y donde una madrugada del
otoño de 1983 se nos fue al cielo mi padre. Como tantos murcianos, mi
padre no fue nazareno de túnica, sino de silla y de sentimiento. Porque
no sólo la túnica hace al nazareno, también la admiración por nuestras
procesiones, la pasión sentida y vivida al paso de las imágenes, la
identificación con nuestra forma singular de mostrar los misterios de
la Redención y la determinación de mostrar a los hijos y a los nietos
lo más granado y hermoso de nuestra tradición religiosa.

De esa profunda y antigua tradición es parte jugosa y sustancial la
Cofradía del Cristo del Perdón, porque más allá de ser una entidad
centenaria, sólidamente arraigada en nuestro calendario de procesiones,
es una hermandad estrechamente vinculada a su barrio, al punto de
convertir la jornada de Lunes Santo en Fiesta Mayor del viejo y popular
arrabal antolinero.

La procesión del Perdón se encuentra anclada en mis recuerdos más
remotos con la inmejorable perspectiva que ofrece la contemplación de
nuestros cortejos penitenciales desde la altura. Porque el espectador
puede serlo de silla, con plaza fija al borde de la carrera; o de a
pie, sito en un segundo plano tras la doble o triple barricada de
asientos; pero también de balcón, encaramado a la privilegiada atalaya
que permite atisbar, con detenimiento y deleite, detalles que pasan
inadvertidos a los ojos de quienes ocupan un lugar en la calle.

Yo creo que mi mirada escrutadora y curiosona, de aprendiz de nazareno,
quedó prendida, no sé bien cómo, del rosal que se enreda en la cruz del
Perdón, porque desde entonces he aguardado expectante su llegada para
verle coronando el Calvario de San Antolín, impartiendo su lección
magistral de amor en la noche magenta de Lunes Santo. Padre,
perdónales. Y Cristo perdona con los brazos abiertos, con las manos y
los pies taladrados, con la cabeza coronada de espinas, con el costado
de par en par para que brote a raudales el caudal espléndido de su
infinita misericordia.

Misericordia de nuestros pecados y Rescate de nuestras almas

El amor y la misericordia de Dios se manifiestan con generosidad a lo
largo de la Semana Santa. Y alcanzan su momento culminante cuando sale
de San Esteban, en la tarde del Viernes Santo, un cristo crucificado,
de marfileña anatomía, que va proclamando que “Todo está consumado”,
que el amor del Padre hacia sus criaturas ha llegado al extremo de
entregar a su Hijo a una muerte ignominiosa y crudelísima.
La procesión de la Misericordia, que camina en busca de las cofradías hermanas de Servitas y el Santo Sepulcro, nos anuncia que en ese Jesús, bañado por los últimos rayos de un sol crepuscular, se han cumplido las Escrituras. Pero el sacrificio no es en vano, porque devuelve a los hombres la Comunión con Dios, porque la sangre derramada por Cristo es signo de reconciliación, del perdón de los pecados, de la Misericordia de Nuestro Señor, porque el Redentor vino al mundo, en palabras del evangelista, “para dar su vida como rescate por muchos”.



Y el Señor del Rescate, el Cristo de la mirada mansa y las manos atadas, se asoma a Murcia por el Arco de San Juan. Ecce-Homo, aquí tenéis al Hombre. Despreciado y evitado, como un Varón de Dolores acostumbrado a sufrimientos y humillaciones. Tras él, siguiendo sus pasos, su lento peregrinar por las calles de Murcia, una multitud, con los pies descalzos y cera en las manos, cumple las promesas realizadas al postrarse ante sus plantas divinas en el primer viernes de marzo. Promesas hechas con el corazón y con los labios, promesas plasmadas en un beso humilde y ferviente. A los pies del Nazareno de San Juan se van acumulando muestras de dolor y de pesar, sentimientos de aflicción y de pena envueltos en anhelos de esperanza y de rescate.


Las procesiones como catequesis plástica de la Pasión



Las procesiones son páginas de un evangelio impreso a golpe de gubia por nuestros imagineros. La Pasión según Murcia es narrada mediante un relato expresivo y detallado a través de los 85 pasos que nos conducen del pozo de Jacob en Sicar, donde Jesús conversó con la Samaritana, al monte de los Olivos, cerca de Jerusalén, desde donde el Salvador ascendió a los cielos.



Al paso del cortejo penitente, se van desgranando los episodios de la Pasión de una forma plástica y eficaz, y el espectador recuerda, aunque sólo sea por unos instantes, el supremo sacrificio del Hijo de Dios, las afrentas, la muerte del Justo, las angustias y dolores de María y el colofón brillante y vibrante de la Gloriosa Resurrección, misterio principal de nuestra fe y justificación, sentido y fundamento de toda la Semana Santa.



Ese extenso muestrario de personajes que se exhibe ante nuestros ojos, cuenta en los niños, en los más pequeños, con unos espectadores de excepción. Sus miradas asombradas se dirigen de los misteriosos penitentes a los músicos de las largas bocinas y los tambores destemplados; de los airosos mayordomos a los rollizos estantes; de los caramelos y obsequios, que surgen como por ensalmo de las profundidades de la “sená”, a las esculturas que coronan los pasos.



Y cuando una de aquellas sagradas escenas, situada sobre el enorme trono, se detiene ante ellos, se produce uno de los momentos más hermosos y sensibles de nuestra Semana Mayor, porque es entonces cuando el padre, la madre, el hermano mayor, el abuelo o la abuela, trata de explicar, de la forma más expresiva y con las mejores y más convincentes palabras, el misterio central del cristianismo.



Y es de esta forma, sencilla pero profunda, como la procesión cumple su misión catequética; es así como se transmite, de padres a hijos, la fe y el mensaje de Cristo y el amor por nuestras tradiciones religiosas.



El niño que fui recibió muchas de esas ilustrativas lecciones en la puerta de la librería que mi padre tuvo en la nazarena calle de la Lencería. Y si hay un día que identifico por completo con aquel escogido rincón de la carrera procesional, es el Viernes Santo.



Era una jornada plenamente procesionista, desde la mañana, luminosa y barroca, hasta la noche, luctuosa y solemne. Un día que se desarrollaba, de principio a fin, en un marco urbano particularmente adecuado para la admiración y el recogimiento.



La noche luctuosa y mariana del Viernes Santo



Hasta allí se llegaban los cofrades del Santo Sepulcro cuando la tarde se tornaba en tinieblas, cuando San Bartolomé se convertía en relicario del cuerpo de Cristo y luctuosos penitentes traían al Señor en severa procesión, rematada por una larga y elegante comitiva oficial y por un severo piquete militar, que cerraba el cortejo con manoplas negras y el arma a la funerala.



Es para mí el Santo Entierro de Cristo una procesión mariana, como si, de una forma intuitiva, la presencia abundante de la imagen de la Virgen nos estuviera diciendo que cuando José de Arimatea y Nicodemo depositan el cuerpo desmadejado e inerte en el Sepulcro, cuando rueda la pesada losa que cubre la entrada a la tumba, cuando las sombras de la muerte se adueñan del orbe, aún nos queda María.



María al pie de la cruz, María junto a la losa fría, María de la Soledad. Todos se han marchado. Le espera una vela tremenda en la noche del Viernes y en la jornada inacabable del Sábado. Le espera el abandono, cuando las horas transcurren lentas, pesadas, interminables. Pero le aguarda también la recompensa a su fe y su esperanza inquebrantables, cuando al alborear del tercer día Cristo surja del sepulcro, vencedor del pecado y de la muerte.



En esa noche mariana, de profundos misterios e insondables soledades, transita calles y plazas la única imagen de María que ostenta la condición de titular principal de una de nuestras cofradías: Nuestra Señora de las Angustias. En este año singular, sobre cuya Semana Santa se proyecta como nunca la sombra gigantesca de Francisco Salzillo, la incomparable Piedad tallada por el maestro pone la guinda a ese día de asombros y oraciones que es nuestro Viernes Santo.



Escalofriante escena la de la Virgen Santísima al pie de la cruz, desgarrada por la contemplación del Hijo inerte que sostiene a duras penas en su regazo. Mirad, los que contempláis el paso de la procesión, si hay dolor comparable a su dolor; decid si hay angustias tales como las suyas.



La memoria de las semanas santas idas me conduce, inexorablemente, a un cortejo servita que viste túnicas y capuces de raso azul en medio de los lutos propios de la fúnebre jornada. Y la imaginación, caprichosa y volandera, me traslada a remotas tardes de Domingo de Ramos, cuando la Señora, con su séquito de nazarenos y elegantes damas de mantilla y peineta, paseaba sus incontenibles angustias presidiendo y protagonizando la primera procesión de la Semana Santa murciana.



Y nuevamente planean sobre mí los recuerdos, cuando contemplo desde un rincón del barrio de San Pedro, en la medianoche alumbrada por la luna llena de Nisán, el discurrir solemne de los nazarenos de la Sangre, que han dejado atrás el sacrosanto y colorista bullicio del Miércoles Santo para acompañar en silencio al Señor de la Humillación y a la Virgen de la Soledad. Recuerdo y memoria de las primicias procesionales del Retorno del Calvario, vividas en primera persona en el tránsito frío y desolado que conduce del Viernes al Sábado Santo. Recuerdo de un joven mayordomo abrazado a un estandarte negro que muestra un corazón de Madre traspasado. Memoria de una bella dama con mantilla, que es hoy mi mujer.


Las nuevas cofradías enriquecen nuestra Semana Santa



Nuestro programa de procesiones ha variado enormemente desde la Semana Mayor del año 1931, último en el que la Cofradía de Servitas recorrió su breve y céntrico itinerario en la tarde del Domingo de Ramos. La nueva edad dorada del movimiento cofrade, que arranca a finales de los años 70 y se prolonga hasta nuestros días, ha traído consigo la multiplicación del número de nazarenos, de pasos y de hermandades.



Pero hubo antes, en los años 40 y 50, otro tiempo de esplendor y de crecimiento, promovido tanto por la necesidad de reponer el patrimonio destruido durante la Guerra Civil, como por la ola de religiosidad y de vuelta a los valores tradicionales que se experimentó tras los años de desaforado anticlericalismo vividos.



En ese contexto se enmarcó el nacimiento de una cofradía que vino a enriquecer nuestro panorama nazareno con una procesión y una estética absolutamente novedosas, y cuyo principal rasgo identificativo obtuvo de inmediato el rango de advocación: el Silencio.



En la noche eucarística del Jueves Santo, el Amor de Dios, proclamado en la presencia viva de Cristo en la Eucaristía, se hace patente también en la Cruz, y Jesús sale de San Lorenzo para anunciar que Él es nuestro Refugio, de generación en generación.



El recinto barroco por excelencia, la plaza de Belluga, marco incomparable de nuestras procesiones, lo es también cuando la recorre pausadamente el cortejo silente, rompiendo apenas las tinieblas con la luz tenue y parpadeante de los cirios morados; y lo es, cuando aparece el Cristo, cuando su silueta de crucificado se dibuja sobre el imafronte, cuando el silencio se rompe para dejar paso a un canto coral y a una oración.



Con la Procesión del Refugio, se abrió una era fundacional que trajo consigo tanto cofradías de las llamadas tradicionales, o de corte clásico, como aquellas otras de nuevo cuño, que siguieron el camino del rigor y la austeridad a imagen y semejanza de la hermandad radicada en San Lorenzo. Y así, fueron apareciendo, o reapareciendo, el Rescate y el Resucitado, la Misericordia, la Esperanza y la Salud; como lo hicieron más tarde, tras un largo paréntesis, el Amparo y el Yacente.



Cuando el Sábado Santo quedó integrado en el calendario de procesiones, por obra y gracia del luto blanco de Santo Domingo, Murcia conoció una Semana Santa de nueve días, que conducía del Viernes de Dolores al Domingo de Pascua, haciendo una breve pausa en el Sábado de Pasión. Sin embargo, aquella jornada de transición, de vísperas de Ramos, se convirtió en poco tiempo en feliz síntesis de nuestra Semana Santa al hermanar en la calles el rojo corinto de la Caridad con el marrón franciscano de la Fe.



Procesión, la primera, rigurosamente fiel a los postulados tradicionales y a la estética clásica murciana, que echa a andar desde el corazón mismo de la Murcia nazarena, desde esa plaza de Santa Catalina que ofició en el medievo de plaza Mayor y que ha sido, durante siglos, testigo mudo del paso de nuestros cortejos penitenciales.



Procesión que proclama la Caridad como la mayor de las virtudes y atributo primordial de la Divinidad. Procesión joven, pero dinámica, que muestra a Murcia, a la caída de la tarde, la Pasión y Muerte del Señor a través de los misterios del Santo Rosario.



Es la Fe, por el contrario, procesión de silencio, de túnicas de terciopelo y alargado capirote, enclavada en la ciudad moderna, mucho más allá del núcleo que delimitaron otrora las murallas. Procesión que preside un crucificado que, en plena agonía, se anuncia como razón de nuestra Fe. Procesión que obra el milagro de poner a su Cristo en la calle mediante una maniobra imposible, que es manifestación evidente de lo que un escritor sevillano llamó “la liturgia de la dificultad”, pero también de la voluntad de unos jóvenes cofrades por partir del interior de su iglesia, incompatible, en apariencia, con la salida de un cortejo nazareno.



De la cruz a la luz, de la muerte a la vida



Este pregón, que apunta ahora a su término, ha sido pensado y escrito teniendo muy presentes a familiares y amigos que han sido citados de forma explícita en él o que se encuentran implícitos en algunas descripciones, en no pocos recuerdos, en muchas experiencias vividas y en tantas ilusiones compartidas. Sé que les hubiera gustado venir, y pueden estar seguros de que a mí me hubiera gustado que vinieran. Pero sé también que se han asomado esta noche a los balcones del cielo para no perderse detalle, para asistir al anuncio de nuestras procesiones en boca de este pregonero, que les ha sentido muy próximos espiritualmente.



Y he tenido muy presente, al pensar en todos ellos, en tantos queridos ausentes, que cuando los nazarenos que acompañamos a Cristo Yacente salimos a la calle cada Sábado Santo, lo hacemos, es cierto, portando la imagen de Jesús de Nazaret muerto y sepultado, pero también lo es que nos acompaña María, Luz en su Soledad y depositaria de nuestra fe y nuestra esperanza en los momentos terribles de la oscuridad y la aparente victoria del mal. Y nuestros escapularios cofrades van proclamando que “Cristo venció a la muerte”, que el Señor, con su estancia de tres días en el sepulcro, no quiso sino preparar el posterior y definitivo testimonio de su gloria imperecedera, mediante la que nos mostró el camino de la Vida Eterna.



Pocas horas después de que el Cristo Yacente regrese a San Juan de Dios, un repique alegre de campanas se extiende por toda la ciudad. Ha resucitado. El Hijo de Dios cumplió lo que había anunciado y liberó a la humanidad de sus ataduras. Después de tanto dolor y sangre tanta, Murcia espera gozosa que los cofrades del Resucitado recorran las calles anunciando, en una explosión multicolor y alegre, que las fuerzas del pecado y el poder de la muerte no prevalecerán.



Los lutos han dejado paso a las albas túnicas y las capas de colores. La cera pasionaria y las cruces penitenciales, a los ramos de flores y los cetros plateados. Las marchas fúnebres, a los sones de triunfo. Y el Demonio, encadenado, vencido, camina vigilado por una nube de angelitos. Es la procesión de la alegría, del colorido, de la luz y de la juventud.



Mi madre fue una de aquellas jovencísimas hebreas que participaron en las primeras procesiones de la Resurrección a finales de los años 40, cuando Murcia recuperó la hermosa costumbre de sacar a las calles y plazas, cuajadas de primavera, la celebración de la Pascua Florida.



Y el cortejo nos conduce, paso a paso, de la Resurrección a la Ascensión, y se cierra con la hermosa talla de la Virgen Gloriosa, elevada sobre un trono celestial. Detrás del manto azul de la Madre de la Alegría y del Gozo, caminamos hacia Santa Eulalia los nazarenos murcianos, tratando de apurar los instantes postreros de una Semana Santa que se nos va, que se escapa, que se acaba.



Al retornar al punto de partida, la procesión se va disolviendo lentamente. Ha concluido el pregón de cierre, el paso de Nuestra Madre está preparado para entrar. Y el último sonido de nuestra Semana Santa es un golpe seco de estante sobre el frontal del trono. Como aquel otro que resonó, diez días antes, en San Nicolás.



Epílogo



Queridos nazarenos, queridos murcianos: Murcia vuelve a convertirse en un gigantesco templo, bajo cuya bóveda azul celeste se escenifica, desde mañana, el drama de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.



Estamos llamados a dar cumplimiento al rito secular de sacar nuestras procesiones a la calle; estamos convocados por nuestras cofradías a vestir la túnica penitencial, a portar los pasos sobre nuestros hombros; estamos comprometidos con la fe y la tradición que recibimos de nuestros mayores y que hemos de entregar, como el más preciado tesoro material y espiritual, a nuestros sucesores.



Abrid las puertas, salgamos a las calles, Murcia nos espera. Que cada cofrade cumpla su misión con fidelidad. Que cada procesionista ofrezca el testimonio indesmayable de su vocación nazarena. Que nuestras procesiones cumplan, por los siglos de los siglos, con su privilegiada misión de evangelizar y de conmover. Y que nuestra oración y nuestra ofrenda penitencial, en esta Semana Santa que ahora comienza, sean gratas a Dios nuestro Señor y proclamen la gloria de Cristo y de su Santísima Madre.



Que así sea.



Pronunciado por JOSÉ EMILIO RUBIO ROMÁN el 29 de marzo de 2007 en la Iglesia de Santo Domingo



 

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